El Doctor Honoris Causa de la Unap, Pedro Buc Calderón, comparte una profunda
reflexión a raíz de un conversatorio con motivo de los 50 años del golpe de estado,
donde analiza cómo la dictadura impuso transformaciones que afectaron el
funcionamiento y la convivencia universitaria hasta nuestros días. “Una dictadura no
solo necesita militares para reprimir, sino también civiles”, afirma.
A partir del 11 de septiembre de 1973 se intervienen las 8 universidades que existían en el país y
se inicia el desmembramiento de las dos universidades del estado (Universidad de Chile y
Universidad Técnica del Estado), que eran las únicas que tenían presencia nacional. Se designan
rectores delegados, miembros de las fuerzas armadas, con poderes plenipotenciarios. En
consecuencia, se termina la autonomía universitaria, se pierden los logros alcanzados por la
reforma universitaria de 1968, se procede al cierre de carreras de las áreas sociales, políticas y
letras, incluido el Instituto Pedagógico. Aparecen las primeras listas de personas consideradas
“indeseables” por la autoridad militar y se procede a exonerar académicos y funcionarios, y a
expulsar estudiantes cerrando sus matrículas.
Es interesante precisar que la palabra exonerar viene del latín exonerare, que significa descargar,
librar a alguien de un peso, carga u obligación, como si enseñar/educar fuese una carga. Se
eliminan textos de estudios y comienzan las quemas de libros, emulando el proceder de los grupos
de asalto de la Alemania nazi. Sobre el particular, decía Vargas Llosa que las dictaduras lo primero
que hacen es controlar lo escrito y prohibir libros, pues la lectura de ellos sería un acto peligroso
para el régimen en el poder.
DESMANTELAR AL ESTADO
El control sobre la universidad y la “purificación” de personal que acompañó este procedimiento
no solo fue posible por la designación de rectores delegados, sino también por la colaboración
activa de miembros de la comunidad universitaria que delataron y ayudaron a identificar a quienes
representaban un peligro real o ficticio. Fue el momento de darse cuenta que una dictadura no
solo necesita militares para reprimir, sino también civiles que gobiernan aportando fundamentos
políticos, bases económicas e ideología para el buen funcionamiento de una dictadura (los
cómplices activos, no pasivos).
Entre 1973 y 1990, la Universidad de Chile tuvo 9 rectores delegados, solo los dos últimos (1987-
1990) fueron civiles. Durante 14 años la universidad fue dirigida por militares, algunos de ellos
marcaron su gestión rectoral con un sello personal tal como lanzarse en paracaídas. Es difícil
entender la voluntad de la dictadura, que no sea por un complejo hacia el mundo de las ideas, de
designar un militar para sentarse en un sillón rectoral que personalidades ilustres como Juvenal
Hernández, Juan Gómez Millas y Eugenio González Rojas, por citar algunos, habían ocupado
previamente.
Siguiendo las profundas transformaciones socio-económicas impuestas por la dictadura a la
sociedad chilena, se modifica la institucionalidad de las universidades terminando con la tri-
estamentalidad, consejo académico, elección de autoridades, etc. Y, a partir del año 1981, se
rediseña por completo la educación superior: La Universidad Técnica es transformada en
Universidad de Santiago y todas las sedes regionales de esas dos universidades del estado (U. de
Chile y U. Técnica) devienen nuevas universidades regionales estatales.
De manera paralela, se autoriza la creación de universidades privadas, la mayoría de las cuales se
crean a finales de la dictadura y comienzos de los gobiernos democráticos. A la hora actual, existen
en Chile cerca de 60 universidades, 18 de las cuales son del estado y concentran solo el 15% de la
matrícula nacional. Aparecen las juntas directivas (¡aún en funcionamiento en 2023!) y se
introducen criterios de rentabilidad para el funcionamiento de las universidades.
El nuevo proyecto ideológico define la universidad como una institución productora de capital
humano profesional. A tal efecto recordemos el propósito de la dictadura citando a Sergio
Melnick, uno de sus ideólogos educacionales: “El estado debe velar porque el país tenga un
adecuado sistema de educación superior. Si este se logra sin universidades estatales es aún
mejor”.
A partir de ese momento todas las universidades, públicas y privadas, deben competir entre ellas
para “atraer clientes” (léase estudiantes), un nuevo “mercado”, donde se venden y compran
universidades incluido la cartera de clientes (léase estudiantes). A pesar que la ley de 1981 prohíbe
el lucro, una vez demostrada la existencia de éste, no se puede condenar pues no existe la ley para
sancionarlo. Instituciones como la Universidad del Mar, Universidad del Pacífico, Universidad Arcis,
entre otras, quiebran abandonando sus clientes (léase estudiantes) a su propia suerte.
A partir del presupuesto cercenado a la Universidad de Chile, se crea Fondecyt y se da comienzo a
una política de competición individual de fondos para investigar. Centros de alta investigación
científica con penurias económicas son comprados por universidades privadas, lo que lleva a
preguntarse si el rol de la investigación es generar conocimientos o generar recursos económicos.
DESVÍO DE RECURSOS
La idea de mercado educacional, existe aún en muchas, quizás demasiadas personas, y ha sido uno
de los mayores impactos de la dictadura en el mundo universitario, haciendo que las universidades
privadas concentren sobre el 80% de la matrícula, lo que se ha consolidado con el acceso a la
gratuidad universitaria. En este marco se produce la trampa de la gratuidad que no es otra cosa
que la continua transferencia de recursos desde los sectores menos adinerados hacia los más
ricos. En efecto, dado que se privilegió la demanda (voucher de estudiante) en vez de la oferta
(recursos directos para la universidad), el grueso de la gratuidad se desvió hacia instituciones
privadas. Lo público, lo estatal es ninguneado continuamente a tal punto que la prensa escrita y
hablada invita mayoritariamente a personas provenientes del mundo académico de las
universidades privadas.
Por todo lo anteriormente dicho, es fundamental discutir para precisar cuál es el rol verdadero de
las universidades del estado con alturas y honestidad intelectual en la academia. Más que nunca
se debe reflexionar sobre las exigencias relacionadas con indicadores de productividad que
implican los procesos de acreditación, los cuales llevan a competencias (a veces desleales) entre
universidades regionales estatales.
Es necesario confrontar las dos visiones sobre las cuales descansa el paradigma educacional:
simple exigencia del mercado de formar profesionales para el mercado versus la formación de
ciudadanía crítica transformadora de la realidad. Se debe insistir en aumentar las matrículas de las
universidades públicas del estado que solo concentran el 15% de la matrícula total de estudiantes
pues su crecimiento estuvo limitado por el propio estado, mientras que las universidades privadas
crecieron sin ningún control.
Y sin embargo, a pesar de las dificultades económicas y sus condiciones precarias, las llamadas
universidades estatales aseguran el desarrollo de la Cultura (teatro, ballet, música, etc.) y prueba
de ello es que de allí ha salido la gran mayoría de los Premios Nacionales (Historia, Periodismo,
Ciencias, Medicina, Literatura, etc.) y entre 35-40% de los proyectos de investigación científica y
tecnológica de la ANID (ex-Conicyt) se desarrollan en sus aulas.
Es fundamental que el estado tome la responsabilidad de apoyar a sus universidades,
particularmente las regionales, de modo de disminuir la enorme brecha que existe entre las
regiones y la capital, asegurando la formación profesional y ciudadana, así como el desarrollo de
proyectos de investigación con pertinencia y relevancia local. En ese camino, la restauración de
principios democráticos en el funcionamiento de las universidades es urgente y perentorio.